martes, 10 de junio de 2008

Una reflexión sobre Chilpancingo

La capital invisible, de Jaime Salazar Adame.
Para los historiadores seguidores de la Real Cédula de Felipe II, que expidió el 1 de noviembre de 1591 para la regularización de tierras en el territorio de la Nueva España, por ser el documento hispano en donde por primera vez aparece el nombre de Chilpancingo, para ellos se trata del acta de nacimiento del “avispero”, sin tomar en cuenta que dicha población había sido fundada por los indígenas, como lo corroboraron los propios peninsulares al considerarla una república de indios.
De aceptarse los datos de la Real Cédula la también llamada “Ciudad Bravos” estaría entrando de lleno a su quinta centuria y ello indicaría su pertenencia al primer grupo de ciudades y pueblos formados por europeos en el continente americano, pero en tal fecha era una localidad perdida para Europa y antes al contrario, una comunidad visible para América.
Fuera de fechas fundacionales nuestra ciudad capital existe tanto como cualquier otro punto del planeta, es decir, simplemente como una referencia geográfica. Más bien lo que tratamos de argumentar es que un centro de población es un lugar o una imagen construida por sus fundadores, por sus habitantes, por los que vienen y van, por los que se exilian para siempre, y por sus quedados.
Dicha imagen edificada puede llegar a poseer una perdurabilidad que raya lo eterno porque el retrato así construido consigue tener una inmortalidad porque ninguna vez ha dejado de existir, aún problematizando y para referirnos más directamente a nuestras dimensiones temporales, ¿Cómo sería Chilpancingo sin el Primer Congreso de Anáhuac? Es decir, ¿Qué rango político tendría la ciudad sin la presencia de José María Morelos y Pavón en su parroquia dictando Los Sentimientos de la Nación?
Sin las mezquinas disputas por el poder político entre el tixtleco Vicente Jiménez y el jalisciense Francisco O. Arce ¿Chilpancingo hubiese llegado a obtener la categoría de capital política del estado de Guerrero en 1870? De haber sobrevivido Emiliano Zapata ¿Hubiese devuelto la categoría política de capital estatal a Tixtla como se lo pidieron los habitantes de ese lugar a cambio de su adhesión al Plan de Ayala?
También desde el principio la ciudad sufrió la variabilidad de los nombres aunque siempre predominó el náhuatl Chilpatzinco: Santa María de la Asunción la llamó Morelos en la euforia de los breves tiempos de predominio insurgente y en atención a la santa patrona de la parroquia. Ciudad Bravos, Ciudad de Bravo o Chilpancingo de los Bravo en referencia a su hijo predilecto, el general Nicolás Bravo.
Desde siempre Chilpancingo ha sido para nativos y forasteros una ciudad que colinda en lo increíble, una capital de provincia que vive de la burocracia y de los servicios, subvalorada por la deficiente infraestructura urbana, censurada por la pésima calidad de los servicios públicos que ofrece, reprobada por la falta de centros de esparcimiento y de ocio creativo, salvo el espectáculo que a diario ofrecen los apremiantes movimientos ciudadanos contra la (des)actividad gubernamental.
Con esas cualidades Chilpancingo ha sido para propios y extraños una ciudad capital invisible, más precisamente “un rancho grandote”; un núcleo urbano más del planeta definido por su condición histórica, la que tampoco se ha sabido proyectar excepto en los efímeros días de la efeméride de la Instalación del Primer Congreso de Anáhuac, en donde el representante del poder presidencial por lo menos anunciaba más atención al Sur.
La imagen moderna que ofrecen sus centros comerciales de la era globalizadora y sus restaurantes de comida rápida con sus amplios estacionamientos compiten con las decenas de taquerías “mátalos en caliente”, las “pozomezcalerías” y un sinnúmero de pequeños comercios que se hacinan en los principales rumbos de la ciudad y aún sobre zonas menos saturadas.
Dan que decir la explosión de los automóviles, peseras y urbaneros que literalmente no caben en las avenidas que cruzan la ciudad: Juárez/Ignacio Ramírez, Guerrero/Álvarez e Insurgentes, apenas aliviadas por el Paseo Alejandro Cervantes Delgado, cercenado al último minuto de la gestión gubernamental de René Juárez al imponerle su nombre al fétido lugar que desemboca en el nuevo Palacio de Gobierno, otra pesadilla de la obra pública presupuestal.
Las toneladas de desechos esparcidas por el basurero en el que se transformó la llamada mancha urbana por obra y gracia de la autoridad municipal actual y el polvo cancerigeno que en el cada vez más largo verano emana tanto del defecadero en el que “pueblo y gobierno” (como declaman los próceres del erario) convertimos al otrora cristalino río Huacapa como de las partículas que se levantan de los cerros de la periferia.
Cruzando el “Rubicón” del boulevard Vicente Guerrero para acceder a las colonias del rumbo de Amojileca encontramos tierras de nadie, de caseríos y vecindarios en los que prospera nuestro tradicional subdesarrollo y vocación por la inseguridad, la marginación, la insalubridad y la pobreza.
Todo esto es lo que confronta el visitante, lo que crea la desbandada, las ganas de huir, lo que hace invisible a la ciudad capital estatal sobre todo cuando empiezan las comparaciones, y el ejemplo que deja la mayoría de los gobernantes, que en tan sólo las últimas dos centurias y más de cinco de historia han demostrado que Chilpancingo sólo ha servido para llegar, medrar y partir hacia donde comienza la felicidad.
jaime48sa@hotmail.com
(Agradecemos al autor la autorización para reproducir este ensayo que fue publicado peviamente en El Sur (Acapulco, Gro.) del 26 de julio de 2005. Liga: http://www.suracapulco.com.mx/anterior/2005/julio/26/opinion1.htm)