[Versión de la conferencia del día 21 de marzo de 2008, e el Museo Regional de Guerrero, en Chilpancingo, Gro.]
Buenos tardes estimados amigos.
Es muy grato para mí compartir algunas palabras que pretenden generar en ustedes el interés por conocer la faceta jurídica de la obra y vida de Benito Juárez, especialmente en esta fecha significativa del aniversario de su natalicio. 202 años después de que en Oaxaca naciera Benito Pablo Juárez García.
Creo que es inmerecido el privilegio que me dispensa Ricardo Infante Padilla, por permitirme estar a su lado en este ciclo de conferencias. Pero, aquí estoy, presto a cumplir con la obligación que me impone Ricardo. En todo caso, se trata de un grato mandato porque me impulso a releer aspectos significativos de ese siglo tan relevante para los mexicanos, el siglo XIX, aunque sea desde una perspectiva tan formal es la jurídica.
Debo empezar diciendo, atizado por el comentario que hizo Ricardo que en nuestra historia patria son pocos los hombres que han trascendido las páginas de la historia de bronce nacionalista y ha llegado su nombre a otras latitudes: Juárez está al lado de Zapata y de Villa.
¿Por qué será?
Pocos de nosotros, después de oír o de leer la vida de Juárez, podemos sustraernos a la comparación entre los hombres que actualmente dirigen los destinos de nuestro país y los que, al lado de Juárez, dieron la pincelada final a lo que sería el Estado mexicano. Ociosa quizá, pero no menos edificadora. Comparación odiosa, pero necesaria para entender la razón y el alcance de nuestras desgracias, como pueblo y como nación.
Festejar, celebrar y recordar episodios, fechas y hombres siempre resulta oportuno. Es un renovado cuestionamiento a la historia patria sobre sus avatares y sobre sus hombres. No es la imagen de Juárez, creo, la central, aunque pareciera lo contrario. No, creo que lo que atrae es la época, son las clases políticas, es la construcción de la política, es el entramado político, es la élite política del siglo XIX. Los contemporáneos de Juárez son los actores del esplendoroso y tan traído siglo XIX mexicano. Juárez no está solo. A su lado está una pléyade de liberales, pero también de conservadores; están los patriotas y los mártires, pero también los canallas y los traidores; están las tribulaciones de unos y lo execrable y lo egoísta de los otros. Y al final, al final está la consolidación jurídica del Estado mexicano.
Están los perfiles de uno de los más importantes hombres públicos de nuestra historia, pero esos perfiles sólo se entienden a la luz de los caracteres y de los dobleces de otros, de la valentía y arrojo de muchos, muchos más. Juárez, insisto, en ésta y en cualquier historia no está solo.
¿De qué estaban hechos esos hombres? Qué fibras íntimas tocaba el compromiso de estos hombres con su patria, con su nación. Para hacer notar el temple de estos hombres, hombres de la época, nada mejor que el conocido discurso de Altamirano contra la Ley de Amnistía en 1861. El literato, soldado, profesor, abogado y a la postre guerrillero suriano dijo a sus compañeros diputados:
Yo no he venido a hacer compromisos con ningún reaccionario, ni a enervarme con la molicie de la capital, y entiendo que mientras todos los diputados que se sientan en estos bancos no se decidan a jugar la vida en defensa de la majestad nacional, nada bueno hemos de hacer. [ ] …Yo tengo muchos conocidos reaccionarios; con algunos he cultivado en otro tiempo relaciones amistosas, pero protesto que el día en que cayeran en mis manos, les haría cortar la cabeza, porque antes que la amistad está la patria; antes que el sentimiento está la idea; antes que la compasión está la justicia.
Es el mismo Altamirano que en ese año subió a la tribuna a sostener la propuesta para que se declarara Benemérito de la Patria a Juan Álvarez. Debemos recordar que la propuesta original del diputado Juan A. Mateos era de que se le declarara Benemérito de la patria y de la libertad.
De dónde salen esa generación. Cómo se reúne tanta lucidez en un espacio y tiempos tan a propósito para destacarse por encima de otros. Quizá no sea difícil responder, todos ellos, desde el más humilde soldado hasta el más encumbrado pensador son hombres del momento. Sus circunstancias como decía el filósofo español los definen.
Por eso podemos hablar de ellos pero no ubicarlos en un extremo único: son poetas y son soldados y son jueces y son padres de familia y son hombres públicos y son profesores y son lo que tenían que ser para cumplir con el compromiso asumido respecto de la nación que decían amar y representar y que querían construir.
Por supuesto, cuando me pidió Ricardo que le definiera el título de mi participación, me pareció bastante sensato de mi parte decirle que mi exposición se denominaría “Juárez jurista: a propósito de la Ley Juárez”.
La expresión jurista es bastante ambigua, cambiante. Ya Diego Valadés ha señalado los cambios que ha experimentado la voz, desde el siglo XVIII cuando significaba al que estudiaba y profesaba la ciencia del derecho, hasta nuestros días que se aplica sólo a la persona que ejerce una profesión jurídica.[1] El mismo autor señala que
…Benito Juárez no fue un jurista en el sentido de jurisconsulto o jurisprudente, como también se denomina a quines se dedican al estudio del derecho, pero sí lo fue en el sentido de quien conocía el derecho y lo ejercía como profesional: fue abogado postulante, reconocido por defender indios; juez civil y luego fiscal en el Tribunal Superior de Oaxaca; ocupó el Ministerio de Justicia, donde elaboró el proyecto de una Ley sobre la Administración de Justicia que lleva su nombre, y culminó su carrera jurídica como presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.[2]
Más allá de ello, debe decirse que Juárez no concluyó su vida de jurista al dejar la Suprema Corte y fungir como Presidente de la República, sino que redimensionó su aporte jurídico precisamente a partir de ese momento. Se ha señalado que en México hemos tenido gobernantes que han utilizado al derecho como un instrumento al servicio del poder, otros lo han considerado un estorbo, y los ha habido que ni siquiera le atribuyeron importancia. Pocos gobernantes se han preocupado, con seriedad, por encauzar la vida pública conforme a las reglas del derecho. Benito Juárez es uno de ellos.
Jurista sí. Juárez fue un jurista, pero no sólo fue un jurista. No pierdo de vista este detalle.
Juárez fue el alma de la República, pero para serlo además de una convicción inquebrantable requirió de una credibilidad tremenda. Altamirano en mayo de 1865, a pesar de que no había simpatizado con sus ideas durante la guerra de reforma, señaló ante las rumores de que Juárez había salido del territorio nacional:
Sería más fácil que la tierra se saliera de su órbita que ese hombre de la República; ese hombre no es un hombre, es la encarnación misma del deber,
Pero ¿dónde está?, le replicaban
No sé el nombre del trozo de tierra donde se encuentra en estos momentos; pero está dentro del territorio de la República, trabaja por la República y morirá en la República, y si sólo queda un pedazo de terreno republicano en un rincón del país, en ese rincón estará sin duda el Presidente.[3]
Justo Sierra, siguiendo a Altamirano, relaciona su figura con el deber. En La evolución política del pueblo mexicano (1900-1902), lo describe inmarcesible:
Era un hombre; no era una intelectualidad notable; bien inferior a sus dos principales colaboradores, a Ocampo, cuyo talento parecía saturado de pasión por la libertad, de amor a la naturaleza, de donde venía su aversión al cristianismo; verdadero pagano de la Enciclopedia, que a fuerza de optimismo fundamental, subía a la clarividencia de lo porvenir; a Lerdo de Tejada, un Turgot mexicano, menos filósofo, pero tan acertado como el otro en la definición del problema económico latente en el social y en el político, toda reflexión para diagnosticar el mal, toda voluntad para curarlo. Juárez [en cambio y a su vez] tenía la gran cualidad de la raza indígena a que pertenecía, sin una gota de mezcla: la perseverancia. Los otros confesores de la Reforma tenían la fe en el triunfo infalible; Juárez creía también en él, pero secundariamente; de lo que tenía plena conciencia era de la necesidad de cumplir con el deber, aun cuando vinieran el desastre y la muerte […] En comparación suya parecen nada los talentos, las palabras, los actos de los próceres reactores: ellos eran lo que pasaba, lo que se iba; él era lo que quedaba, lo perdurable, la conciencia.[4]
Y a todo esto, ¿dónde está legado? Donde podremos leer ese ideario, donde están los mandamientos del hombre público. Acaso en su brevísimo Apuntes para mis hijos. ¿Dónde encontrar la herencia oculta de que habla Monsiváis?
En mi biblioteca se encuentran los quince tomos anaranjados de los documentos, discursos y correspondencia de Juárez que editó entre 1972 y 1975, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. Toda una vida recopilada en quince tomos que resultan mínimos ante la multitud de libros y ensayos que han sido escritos sobre él. Creo que ahí está parte de esa herencia, que merece ser revisada antes que leídas sus biografías. [Interpretación – Aceptación]
Mientras Everardo Moreno Cruz escribió su Juárez jurista (1972) destacando su labor de hombre público; Salvador Abascal escribió su Juárez marxista (1984). Si el primero lo llena de elogios, el segundo no para en vituperios.
Hay muchas obras alrededor de la figura de Juárez. Ayer se mencionó el clásico Juárez y su México, publicado en inglés en 1947 por Ralph Roeder y traducido al español, por el mismo Roeder en 1952.
Y sin embargo, no se puede negar que Juárez está por encima de todas esas formas de verlo y entenderlo. Este país no se entiende sin la figura perenne de Juárez ¿Por qué? ¿Sería por sus orígenes? ¿Por ser ejemplo de ascenso social? ¿De perseverancia? ¿De amor a la patria?
Creo que no, creo que a nuestro Juárez se le recuerda más que nada porque en el imaginario social e histórico del pueblo mexicano Juárez representa la fuerza del derecho, representa la fortaleza de las instituciones.
No es su amor a la patria. Es su idea de deber. Es su dignificante asunción de la responsabilidad pública. Es su compromiso de defender lo que le corresponde proteger, cuidar y consolidar: la República.
A la hora de pensar en ordenar este país, de dictar reglas, de establecer los cauces por los cuales ha de transitar la modernidad que merece el Estado mexicano, hay que acercar a Morelos y Juárez en la conquista de la igualdad. Morelos en los Sentimientos de la Nación y a Juárez en su Ley Juárez.
Morelos en el punto décimo tercero de los Sentimientos de la Nación apuntó: “Que las leyes generales comprendan a todos, sin excepción de cuerpos privilegiados y que éstos sólo lo sean en cuanto al uso de su ministerio”.
Juárez, al redactar la conocida como Ley Juárez, estaba pensando en eliminar los privilegios que habían caracterizado durante cientos de años a la administración de justicia.
Pero ¿cómo ocurre todo? ¿Dónde el Juárez jurista se hace patente?
¿Su vida escolar, sus inicios de legislador, de magistrado interino, de abogado, todo en su natal Oaxaca?
Curiosamente no. Ayer nos decía Ricardo parte de la hoja de vida privada de este hombre. Y al menos meridianamente pudimos advertir que el hombre público se hace jurista al lado de Álvarez.
Álvarez dio a Juárez cobijo en su ejército, lo dotó de cigarros y una frazada, y Juárez le dio a Álvarez le correspondió con su consejo prudente y acertado, con una amplia capacidad argumentativa que habría de demostrar contestando las cartas del patricio, demostrando una capacidad tal que le valdría el Ministerio de Justicia.
Sería en ese encargo que redactaría la conocida Ley Juárez, procedimiento del cual el propio Juárez señala en sus Apuntes para mis hijos:
… yo me ocupé en trabajar la ley de administración de justicia. Triunfante la revolución era preciso hacer efectivas las promesas reformando las leyes que consagraban los abusos del poder despótico que acababa de desaparecer. Las leyes anteriores sobre administración de justicia adolecían de ese defecto, porque establecían tribunales especiales para las clases privilegiadas haciendo permanente en la sociedad la desigualdad que ofendía la justicia, manteniendo en constante agitación al cuerpo social. No sólo en este ramo, sino en todos los que formaban la administración pública debía ponerse la mano, porque la revolución era social. Se necesitaba un trabajo más extenso para que la obra saliese perfecta en lo posible y para ello era indispensable proponer, discutir y acordar en el seno del gabinete un plan general, lo que no era posible porque desde la separación del Sr. Ocampo estaba incompleto el gabinete y el Sr. Comonfort a quien se consideraba como jefe de él no estaba conforme con las tendencias y fines de la revolución. Además la administración del Sr. Alvarez era combatida tenazmente, poniéndosele obstáculos de toda especie para desconceptuarla y obligar a su jefe a abandonar el poder. Era, pues, muy difícil hacer algo útil en semejantes circunstancias y ésta es la causa de que las reformas que consigné en la ley de justicia fueran incompletas, limitándome sólo a extinguir el fuero eclesiástico en el ramo civil y dejándolo subsistente en materia criminal, a reserva de dictar más adelante la medida conveniente sobre este particular. A los militares sólo se les dejó el fuero en los delitos y faltas puramente militares. Extinguí igualmente todos los demás tribunales especiales, devolviendo a los comunes el conocimiento de los negocios de que aquéllos estaban encargados.
Concluido mi proyecto de ley en cuyo trabajo me auxiliaron los jóvenes oaxaqueños Lic. Manuel Dublán y don Ignacio Mariscal, lo presenté al Sr. Presidente don Juan Alvarez que le dio su aprobación y mandó que se publicara como ley general sobre administración de justicia. Autorizada por mí se publicó en 23 de noviembre de 1855.
Imperfecta, como era esta ley, se recibió con grande entusiasmo por el Partido Progresista; fue la chispa que produjo el incendio de la Reforma que más adelante consumió el carcomido edificio de los abusos y preocupaciones; fue en fin el cartel de desafío que se arrojó a las clases privilegiadas y que el Gral. Comonfort y todos los demás, que por falta de convicciones en los principios de la revolución, o por conveniencias personales, querían detener el curso de aquélla, transigiendo con las exigencias del pasado, fueron obligados a sostener arrastrados a su pesar por el brazo omnipotente de la opinión pública. Sin embargo, los privilegiados redoblaron sus trabajos para separar del mando al Gral. Alvarez, con la esperanza de que don Ignacio Comonfort los ampararía en sus pretensiones. Lograron atraerse a don Manuel Doblado que se pronunció en Guanajuato por el antiguo plan de Religión y Fueros. Los moderados, en vez de unirse al Gobierno para destruir al nuevo cabecilla de los retrógrados, le hicieron entender al Sr. Alvarez que él era la causa de aquel motín porque la opinión pública lo rechazaba como gobernante, y como el Ministro de la Guerra que debiera haber sido su principal apoyó le hablaba también en ese sentido, tomó la patriótica resolución de entregar el mando al citado don Ignacio Comonfort en clase de sustituto, no obstante de que contaba aún con una fuerte división con qué sostenerse en el poder; pero el Sr. Álvarez es patriota sincero y desinteresado y no quiso que por su causa se encendiera otra vez la guerra civil en su Patria. […] La nueva administración en vista de la aceptación general que tuvo la ley del 23 de noviembre se vio en la necesidad de sostenerla y llevarla a efecto.
La Ley Juárez se aprobó por 82 votos contra el del diputado Marcelino Castañeda.
Álvarez firmó aquel 22 de noviembre de 1855, la Ley sobre Administración de Justicia y Orgánica de los Tribunales de la Nación, del Distrito y Territorios, conocida como Ley Juárez, cuyo artículo básico era el 42 que señalaba:
Artículo 42. Se suprimen los tribunales especiales con excepción de los eclesiásticos y militares. Los tribunales eclesiásticos cesarán de conocer de los negocios civiles y continuarán conociendo de los delitos comunes de los individuos de su fuero, mientras se expida una ley que arregle este punto. Los tribunales militares cesaran también de conocer de los negocios civiles y conocerán tan sólo de los delitos puramente militares o mixtos de los individuos sujetos al fuero de guerra. Las disposiciones que comprende este artículo, son generales para toda la República, y los estados no podrán variarlas ni modificarlas.
También su artículo 44 era polémico, puesto que dispuso que el fuero eclesiástico era renunciable en los delitos comunes.
Ese era un ataque directo contra los privilegios, para entenderlo habría que revisar la historia de la administración de justicia en este país, sólo así advertiríamos lo que significó.
Hace poco tiempo, Moisés González Navarro escribió un artículo en Historia Mexicana, lo tituló “La ley Juárez”. Ahí atribuye la autoría de la ley al “campechano liberal moderado Pedro Escudero y Echánove” (p. 954). Pero lo que interesa es que en ese ensayo González Navarro nos ofrece una panorámica de todo el debate y discusión que se produjo luego de la aprobación de la ley.
Marcelinop Castañeda, el único diputado que votó en contra de la Ley Juárez señaló en aquella sesión del 22 de noviembre que en la cuestión de fueros había que atender a las convicciones, a los deseos, a los hábitos, a las creencias de gran parte del pueblo, pues en su opinión la igualdad se deriva del cristianismo, para lo cual ensalzó sus puros principios.
Zarco le respondió a Marcelino Castañeda:
¡No más fueros!, ¡no más privilegios!, ¡no más escenciones!, ¡igualdad para todos los ciudadanos!, ¡soberanía perfecta del poder temporal! ¡Justicia para todos! El país debe felicitarse de este resultado y la asamblea ha dado un gran paso, que avivará las esperanzas que inspira a amigos de la verdadera democracia.
Con esta Ley, el país entraba en el conocido proceso de reforma.
Vendrían después las leyes y decretos relacionados con el matrimonio, el registro civil, la libertad y ejercicio de cultos, el sistema de medidas, las huelgas y el bandolerismo, los estudios de derecho, por citar algunas. El país se modernizaba jurídicamente.
Apelo de nueva cuenta al recuerdo. En aquel día de marzo, durante la presentación de Juárez y sus contemporáneos, en el auditorio repleto, sentado en la primera fila, estaba Isaac Malpica, quien fuera profesor del maestro Fernández Ruiz durante su juventud y estancia en el colegio jesuita de Guadalajara, donde curso estudios primarios, secundarios y de bachillerato. El hombre, anciano y sabio, mencionó que el principal y mejor aporte de Juárez fue el que se volviera a pensar en la Iglesia tal y como el maestro nazareno la había fundado: una iglesia pobre, no una iglesia rica.
Es la idea de Morelos al señalar en el segundo punto de los Sentimientos de la Nación, que los ministros de la religión católica “se sustenten de todos y sólo los diezmos y primicias, y el pueblo no tenga que pagar más subvenciones que las de su devoción y ofrenda”.
No, ni Morelos ni Juárez, ni la gran mayoría de personajes ilustres del siglo XIX estaban en contra de la Iglesia Católica. Hay que verlos como hombres que estaban construyendo un país donde querían que hubiera espacio para todos y no sólo para una forma de pensar, para una sola visión del universo.
Como se decía ayer, esa generación fue la que logró que hoy podamos profesar la creencia que queramos o no profesarla, que hoy tengamos en gran estima nuestros derechos, esos derechos que fueron reconocidos en la Constitución de 1857.
Creo que recorrer la obra jurídica de Juárez, obliga a cualquier estudioso de la administración pública, pero especialmente nos orilla a todos los ciudadanos, a ver, por encima de todo, la virtud deseable en la administración mexicana. El recorrido nos dibuja con ejemplos y con minucioso detalle al hombre público ideal. Nos acerca a pesar de sus advertencias a la convicción de que es posible que hombres como Juárez estén al frente del gobierno. Esa es una enseñanza que justifica con creces leer y volver a leer la obra jurídica y la vida pública de Juárez.
Por mi parte, quiero compartir con ustedes unas frases que aparecen suscritas por otro héroe mexicano, de la misma época, aunque con distintos perfiles. Se trata de la carta que dirige Juan Álvarez a Manuel Doblado el 20 de diciembre de 1855. Estas líneas dan la cátedra de moralidad política característica de la generación de liberales decimonónicos, señalando lo que bien debería ser desiderata para los servidores públicos y que sirven para enmarcar la actitud de Juárez. Comparto aquí con ustedes esas palabras:
Jamás he figurado con ese doble carácter que imprime la intriga; no lloran por mí huérfanos ni viudas; no he arrebatado los bienes del ciudadano con bárbaras leyes de confiscación, para sostenerme en un poder arbitrario; mi espejo ha sido la justicia, la moderación y el buen juicio, y mal que les pese a mis gratuitos enemigos, mi conducta pública no tiene mancha hasta el día...
Pobre entré a la presidencia, y pobre salgo de ella; pero con la satisfacción de que no pese sobre mí la censura pública, y porque, dedicado desde mi tierna infancia al trabajo personal, sé manejar el arado para sostener a mi familia, sin necesidad de los puestos públicos, donde otros enriquecen con ultraje de la orfandad y de la miseria.
En lo manifestado por Juan Álvarez advertimos la misma luz que guía a Juárez, y que bien vale tenerla presente en todos nuestros actos y en los de nuestros gobernantes. Si no fuera porque Juárez ya no es el secretario de Álvarez, me atrevería a decir que Juárez redactó la carta.
Ayer se mencionaba, no sé si aquí o en la tertulia posterior, que hemos colocado en pedestales a nuestros héroes, Sí, creo que hay que bajar del pedestal a muchos héroes míticos de nuestro México. Muchos, cuando hablan de Juárez reiteran la misma petición. ¡Bajen del pedestal al indio de Guelatao, véanlo como es!
Creo que más de un autor lo ha hecho. Recuerdo que en la presentación de su libro sobre Juárez, el doctor Fernández Ruiz mencionó que durante un programa radiofónico, una persona del auditorio les llamó para pedir que “bajaran del pedestal” a Juárez. El autor comentó que él lo había hecho hacia más de veinte años, al escribir su obra, a mediados de los ochenta. Señaló el maestro universitario que le había pedido permiso a Juárez para bajarlo del pedestal, para sacarlo un momento del panteón patrio para que le acompañara en el recorrido que pensaba hacer para redactar unas cuartillas que describieran su vida. Para ello se requería que Juárez se bajara del pedestal. Fernández Ruiz no estuvo solo cuando descubrió los avatares de esa epopeya colosal que es la vida del patricio.
Me recuerdo hace apenas ayer, en marzo de 2006, cuando tuve la fortuna de presentar el libro Juárez y sus contemporáneos del maestro Jorge Fernández Ruiz en la Feria Internacional del Libro en el Palacio de Minería. Entonces decía que en esta obra “el autor no escatima los adjetivos que elogian la vida pública de Juárez; como tampoco limita los que sirven para poner en su justo equilibrio a quienes tanto daño hicieron a la patria mexicana durante la convulsa vida del siglo XIX. El maestro Fernández Ruiz arremete contra los reaccionarios, contra los intolerantes, los ineptos, los traidores, los antihéroes. Se convierte en juzgador imperturbable y sereno. En su obra es él el tribunal unitario de la historia mexicana de esa época. Lo hace con brío, pero también con conocimiento de causa. Narra, describe, escarba en las fuentes que clarifican los avatares del México decimonónico. Ningún epíteto, ninguna calificación, carece de un fundamento histórico, de una justificación que el lector, por muy en desacuerdo que pueda estar, no termine suscribiendo. En ocasiones parece excederse, pero es sólo la pasión que asiste al patriota, es la eléctrica corriente que recorre sus venas cuando enfrenta los hechos y las afrentas, cuando advierte la injusticia y la inmoralidad. A veces justifica, pues como afirma cuando se refiera a Miguel Lerdo de Tejada “no todos son aciertos”. Es juez magnánimo y buen entendedor.”.
Y para jueces nada mejor que la historia. Tal y como lo señala Juárez al contestar a Maximiliano en su carta de mayo de 1864, luego de que aquel, desde la fragata Novara le enviara una misiva con sus razones para venir a México. Al finalizar su respuesta Juárez señala:
Es dado al hombre, señor, atacar los derechos ajenos, apoderarse de sus bienes, atentar contra la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer de sus virtudes un crimen y de los vicios propios una virtud; pero hay una cosa que está fuera del alcance de la perversidad, y es el fallo tremendo de la historia. Ella nos juzgara.
Guardadas las distancias, está última es una frase parecida a aquella con la cual Fidel Castro concluye su discurso de defensa: Condenadme, no importa, la historia me absolverá.[5]
Quizá por ese inexorable e ineludible juicio, el indio de Guelatao trató de justifica su actuar político. La muerte lo llevó cuando apenas iba en la página 232 del Cours d’histoire des législations comparées, de Eugène Lerminier. Entre las hojas del libro quedó manuscrita una nota de Juárez que dice: “Cuando la sociedad está amenazada por la guerra, la dictadura o la centralización del poder es una necesidad como remedio práctico para salvar las instituciones, la libertad y la paz”.[6]
La historia juzga a Juárez y a su época a cada momento. Lo interpreta. Le da contenido a una idea. Pues como afirma Diego Valadés,
Como hombre de Estado, y como parte de la historia nacional, cada generación tiene su propia interpretación de Juárez. Para el porfirismo, por ejemplo, significó la preeminencia de la autoridad; para la generación revolucionaria simbolizó la firmeza ante la adversidad; para la hegemonía partidista representó el triunfo sobre los conservadores; para la naciente democracia encarna la vocación por la justicia.
Los tiempos cambiarán y otras facetas juaristas cobrarán mayor dimensión. Tal vez cuando se generalice la convicción de que no hay democracia política sin equidad social, Juárez sea contemplado como el hombre cuya responsabilidad pública lo llevó a subordinar su credo religioso a su compromiso cívico, y a pensar y actuar conforme a los postulados de una república laica. Se aprenderá, de su ejemplo, que en materia de creencias el gobernante es como cualquier ciudadano y tiene derecho a profesar la que elija, en la intimidad de su conciencia, pero que el ejercicio de ese derecho no debe influir, ni siquiera matizar, las decisiones del Estado en lo que pueda afectar su naturaleza secular. De la conducta austera y serena de Juárez se desprenderá entonces que el poder político existe para el bien de todos, no de quienes lo usufructúan.
La obra jurídica de Juárez no sólo está en las leyes en las que participa redactándolas o aprobándolas, sino también en sus actos. En sus Apuntes para mis hijos, habrá de recordarnos que:
Era costumbre autorizada por ley en aquel Estado lo mismo que en los demás de la República que cuando tomaba posesión el Gobernador, éste concurría con todas las demás autoridades al Te Deum que se cantaba en la Catedral, a cuya puerta principal salían a recibirlo los canónigos; pero en esta vez ya el clero hacía una guerra abierta a la autoridad civil, y muy especialmente a mí por la ley de administración de justicia que expedí el 23 de noviembre de 1855 y consideraba a los gobernantes como herejes y excomulgados. Los canónigos de Oaxaca aprovecharon el incidente de mi posición para promover un escándalo. Proyectaron cerrar las puertas de la iglesia para no recibirme con la siniestra mira de comprometerme a usar de la fuerza mandando abrir las puertas con la policía armada y a aprehender a los canónigos para que mi administración se inaugurase con un acto de violencia o con un motín si el pueblo a quien debían presentarse los aprehendidos como mártires, tomaba parte en su defensa. Los avisos repetidos que tuve de esta trama que se urdía y el hecho de que la iglesia estaba cerrada, contra lo acostumbrado en casos semejantes, siendo ya la hora de la asistencia, me confirmarón la verdad de lo que pasaba. Aunque contaba yo con fuerzas suficientes para hacerme respetar procediendo contra los sediciosos y la ley aún vigente sobre ceremonial de posesión de los Gobernadores me autorizaban para obrar de esta manera; resolví, sin embargo, omitir la asistencia al Te Deum, no por temor a los canonigos, sino por la convicción que tenía de que los gobernantes de la sociedad civil no deben asistir como tales a ninguna ceremonia eclesiástíca, si bien como hombres pueden ir a los templos a practicar los actos de devoción que su religión les dicte. Los gobiernos civiles no deben tener religión porque siendo su deber proteger imparcialmente la libertad que los gobernados tienen de seguir y practicar la religión que gusten adoptar, no llenarían fielmente ese deber si fueran sectarios de alguna. […] Además, consideré que no debiendo ejercer ninguna función eclesiástica ni gobernar a nombre de la Iglesia, sino del pueblo que me había elegido, mi autoridad quedaba íntegra y perfecta, con sólo la protesta que hice ante los representantes del Estado de cumplir fielmente mi deber. De este modo evité el escándalo que se proyectó y desde entonces cesó en Oaxaca la mala costumbre de que las autoridades civiles asistiesen a las funciones eclesiásticas. A propósito de malas costumbres había otras que sólo servían para satisfacer la vanidad y la ostentación de los gobernantes como la de tener guardias de fuerza armada en sus casas y la de llevar en las funciones públicas sombreros de una forma especial. Desde que tuve el carácter de Gobernador abolí esta costumbre usando de sombrero y traje del común de los ciudadanos y viviendo en mi casa sin guardia de soldados y sin aparato de ninguna especie porque tengo la persuasión de que la respetabilidad del gobernante le viene de la ley y de su recto proceder y no de trajes ni de aparatos militares propios sólo para los reyes de teatro. Tengo el gusto de que los gobernantes de Oaxaca han seguido mi ejemplo.
Estos son los párrafos con los cuales concluye sus Apuntes para mis hijos. Una carta sencilla y simple, una carta privada de un hombre que deja sentados los principios que animan su vida pública. Que explica e instruye. No tan concisa como la carta que Ernesto Guevara de la Serna, el conocido Che Guevara, dejará a sus cinco hijos, donde les recordará que “Su padre ha sido un hombre que actúa como piensa y, seguro, ha sido leal a sus convicciones”, donde les recomienda que “crezcan como buenos revolucionarios [… y ] Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo”.
Casi quince años después de escribir sus Apuntes para mis hijos, Juárez moriría. Lo haría como narra Rafael de Zayas, haciendo “abstracción de su persona en los momentos de morir, para no pensar más que en el bien público en cumplimiento de su deber. Si esto no es grandioso, si esto no revela un espíritu superior y pone de manifiesto la más íntima conciencia del deber que hay que cumplir, no sé a quien podríamos llamar valiente para morir, indomable en su voluntad y mártir de su deber”.
En fin, como afirmaba Ricardo ayer, podemos seguir hablando de Juárez durante horas, durante días, durante meses y años. Así lo hemos hecho en este país desde que Porfirio Díaz el 18 de julio de 1891 devela la estatua de Juárez en Palacio Nacional. Una estatua fundida en el bronce de los cañones de los conservadores durante la Guerra de Reforma”. 19 años después, en la misma fecha, se inaugura el Hemiciclo a Juárez. Ese hemiciclo donde, 38 años después, el 19 de diciembre de 1948, la Unión Nacional Sinarquista hará un acto de repudio a Juárez calificándolo de traidor y ladrón.
Si, hemos estado hablando de Juárez, demasiado hemos hablado de Juárez. Quizá sea tiempo de actuar como Juárez.
Me da mucho gusto haber estado con ustedes, abordando en estos minutos la figura del hombre que encontró en el derecho su refugio y fortaleza y que le dio a este país la oportunidad de vivir por vez primera en la institucionalidad. Con defectos, propios de un hombre de estado en el siglo XIX, sus virtudes son, sin embargo, ejemplo pleno y vigoroso para seguir construyendo un país donde quepamos todos, donde todos seamos iguales, donde todos podamos desarrollar nuestras potencialidades… un país lejano, un país por construir, pero… paso a paso Juárez llegó a Oaxaca, yo creo que nosotros paso a paso llegaremos lejos.
Créanme que verlos aquí, en esta aula, en este viernes de asueto, atendiendo la convocatoria cultural que ha hecho Ricardo junto con el Museo Regional de Guerrero, con la Dirección de Extensión, Difusión y Vinculación de la UAG, me llena de confianza en el futuro. Me hace pensar que algún día, espero no muy lejano, las instituciones de cultura serán dirigidas por gente como Ricardo: cultas, comprometidas y generosas, y los ciudadanos estarán interesados e informados en las políticas públicas y serán partícipes de la vida pública y no meros espectadores.
Quiero terminar mi participación en este evento con una frase que se atribuye a Rodolfo Sánchez Taboada y creo que además de aplicarse perfectamente a Juárez debería aplicarse para todos aquellos que aspiren a dirigir los destinos de un país como México:
Juárez tuvo en su vida un arma invencible: su carácter; un amor sobre todos sus amores: su Patria; un escudo para todas sus victorias: la Ley.
Muchas gracias.
[1] Diego Valadés Ríos, “Juárez jurista”, en Patricia Galeana y Salvador Valencia, coords., Juárez jurista, México, UNAM, 2007, p. ix.
[2] Idem.
[3] Everardo Moreno Cruz, Juárez jurista, México, Porrúa, 1972, p. 27.
[4] Carlos Monsiváis, Las herencias ocultas de la Reforma liberal del siglo XIX, 2ª ed., México, Debate, 2006, pp. 67-68.
[5] Fidel Castro, La historia me absolverá, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1985, p. 191.
[6] Diego Valadés, “Juárez jurista”, obra citada, p. xii.
Creo que es inmerecido el privilegio que me dispensa Ricardo Infante Padilla, por permitirme estar a su lado en este ciclo de conferencias. Pero, aquí estoy, presto a cumplir con la obligación que me impone Ricardo. En todo caso, se trata de un grato mandato porque me impulso a releer aspectos significativos de ese siglo tan relevante para los mexicanos, el siglo XIX, aunque sea desde una perspectiva tan formal es la jurídica.
Debo empezar diciendo, atizado por el comentario que hizo Ricardo que en nuestra historia patria son pocos los hombres que han trascendido las páginas de la historia de bronce nacionalista y ha llegado su nombre a otras latitudes: Juárez está al lado de Zapata y de Villa.
¿Por qué será?
Pocos de nosotros, después de oír o de leer la vida de Juárez, podemos sustraernos a la comparación entre los hombres que actualmente dirigen los destinos de nuestro país y los que, al lado de Juárez, dieron la pincelada final a lo que sería el Estado mexicano. Ociosa quizá, pero no menos edificadora. Comparación odiosa, pero necesaria para entender la razón y el alcance de nuestras desgracias, como pueblo y como nación.
Festejar, celebrar y recordar episodios, fechas y hombres siempre resulta oportuno. Es un renovado cuestionamiento a la historia patria sobre sus avatares y sobre sus hombres. No es la imagen de Juárez, creo, la central, aunque pareciera lo contrario. No, creo que lo que atrae es la época, son las clases políticas, es la construcción de la política, es el entramado político, es la élite política del siglo XIX. Los contemporáneos de Juárez son los actores del esplendoroso y tan traído siglo XIX mexicano. Juárez no está solo. A su lado está una pléyade de liberales, pero también de conservadores; están los patriotas y los mártires, pero también los canallas y los traidores; están las tribulaciones de unos y lo execrable y lo egoísta de los otros. Y al final, al final está la consolidación jurídica del Estado mexicano.
Están los perfiles de uno de los más importantes hombres públicos de nuestra historia, pero esos perfiles sólo se entienden a la luz de los caracteres y de los dobleces de otros, de la valentía y arrojo de muchos, muchos más. Juárez, insisto, en ésta y en cualquier historia no está solo.
¿De qué estaban hechos esos hombres? Qué fibras íntimas tocaba el compromiso de estos hombres con su patria, con su nación. Para hacer notar el temple de estos hombres, hombres de la época, nada mejor que el conocido discurso de Altamirano contra la Ley de Amnistía en 1861. El literato, soldado, profesor, abogado y a la postre guerrillero suriano dijo a sus compañeros diputados:
Yo no he venido a hacer compromisos con ningún reaccionario, ni a enervarme con la molicie de la capital, y entiendo que mientras todos los diputados que se sientan en estos bancos no se decidan a jugar la vida en defensa de la majestad nacional, nada bueno hemos de hacer. [ ] …Yo tengo muchos conocidos reaccionarios; con algunos he cultivado en otro tiempo relaciones amistosas, pero protesto que el día en que cayeran en mis manos, les haría cortar la cabeza, porque antes que la amistad está la patria; antes que el sentimiento está la idea; antes que la compasión está la justicia.
Es el mismo Altamirano que en ese año subió a la tribuna a sostener la propuesta para que se declarara Benemérito de la Patria a Juan Álvarez. Debemos recordar que la propuesta original del diputado Juan A. Mateos era de que se le declarara Benemérito de la patria y de la libertad.
De dónde salen esa generación. Cómo se reúne tanta lucidez en un espacio y tiempos tan a propósito para destacarse por encima de otros. Quizá no sea difícil responder, todos ellos, desde el más humilde soldado hasta el más encumbrado pensador son hombres del momento. Sus circunstancias como decía el filósofo español los definen.
Por eso podemos hablar de ellos pero no ubicarlos en un extremo único: son poetas y son soldados y son jueces y son padres de familia y son hombres públicos y son profesores y son lo que tenían que ser para cumplir con el compromiso asumido respecto de la nación que decían amar y representar y que querían construir.
Por supuesto, cuando me pidió Ricardo que le definiera el título de mi participación, me pareció bastante sensato de mi parte decirle que mi exposición se denominaría “Juárez jurista: a propósito de la Ley Juárez”.
La expresión jurista es bastante ambigua, cambiante. Ya Diego Valadés ha señalado los cambios que ha experimentado la voz, desde el siglo XVIII cuando significaba al que estudiaba y profesaba la ciencia del derecho, hasta nuestros días que se aplica sólo a la persona que ejerce una profesión jurídica.[1] El mismo autor señala que
…Benito Juárez no fue un jurista en el sentido de jurisconsulto o jurisprudente, como también se denomina a quines se dedican al estudio del derecho, pero sí lo fue en el sentido de quien conocía el derecho y lo ejercía como profesional: fue abogado postulante, reconocido por defender indios; juez civil y luego fiscal en el Tribunal Superior de Oaxaca; ocupó el Ministerio de Justicia, donde elaboró el proyecto de una Ley sobre la Administración de Justicia que lleva su nombre, y culminó su carrera jurídica como presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.[2]
Más allá de ello, debe decirse que Juárez no concluyó su vida de jurista al dejar la Suprema Corte y fungir como Presidente de la República, sino que redimensionó su aporte jurídico precisamente a partir de ese momento. Se ha señalado que en México hemos tenido gobernantes que han utilizado al derecho como un instrumento al servicio del poder, otros lo han considerado un estorbo, y los ha habido que ni siquiera le atribuyeron importancia. Pocos gobernantes se han preocupado, con seriedad, por encauzar la vida pública conforme a las reglas del derecho. Benito Juárez es uno de ellos.
Jurista sí. Juárez fue un jurista, pero no sólo fue un jurista. No pierdo de vista este detalle.
Juárez fue el alma de la República, pero para serlo además de una convicción inquebrantable requirió de una credibilidad tremenda. Altamirano en mayo de 1865, a pesar de que no había simpatizado con sus ideas durante la guerra de reforma, señaló ante las rumores de que Juárez había salido del territorio nacional:
Sería más fácil que la tierra se saliera de su órbita que ese hombre de la República; ese hombre no es un hombre, es la encarnación misma del deber,
Pero ¿dónde está?, le replicaban
No sé el nombre del trozo de tierra donde se encuentra en estos momentos; pero está dentro del territorio de la República, trabaja por la República y morirá en la República, y si sólo queda un pedazo de terreno republicano en un rincón del país, en ese rincón estará sin duda el Presidente.[3]
Justo Sierra, siguiendo a Altamirano, relaciona su figura con el deber. En La evolución política del pueblo mexicano (1900-1902), lo describe inmarcesible:
Era un hombre; no era una intelectualidad notable; bien inferior a sus dos principales colaboradores, a Ocampo, cuyo talento parecía saturado de pasión por la libertad, de amor a la naturaleza, de donde venía su aversión al cristianismo; verdadero pagano de la Enciclopedia, que a fuerza de optimismo fundamental, subía a la clarividencia de lo porvenir; a Lerdo de Tejada, un Turgot mexicano, menos filósofo, pero tan acertado como el otro en la definición del problema económico latente en el social y en el político, toda reflexión para diagnosticar el mal, toda voluntad para curarlo. Juárez [en cambio y a su vez] tenía la gran cualidad de la raza indígena a que pertenecía, sin una gota de mezcla: la perseverancia. Los otros confesores de la Reforma tenían la fe en el triunfo infalible; Juárez creía también en él, pero secundariamente; de lo que tenía plena conciencia era de la necesidad de cumplir con el deber, aun cuando vinieran el desastre y la muerte […] En comparación suya parecen nada los talentos, las palabras, los actos de los próceres reactores: ellos eran lo que pasaba, lo que se iba; él era lo que quedaba, lo perdurable, la conciencia.[4]
Y a todo esto, ¿dónde está legado? Donde podremos leer ese ideario, donde están los mandamientos del hombre público. Acaso en su brevísimo Apuntes para mis hijos. ¿Dónde encontrar la herencia oculta de que habla Monsiváis?
En mi biblioteca se encuentran los quince tomos anaranjados de los documentos, discursos y correspondencia de Juárez que editó entre 1972 y 1975, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. Toda una vida recopilada en quince tomos que resultan mínimos ante la multitud de libros y ensayos que han sido escritos sobre él. Creo que ahí está parte de esa herencia, que merece ser revisada antes que leídas sus biografías. [Interpretación – Aceptación]
Mientras Everardo Moreno Cruz escribió su Juárez jurista (1972) destacando su labor de hombre público; Salvador Abascal escribió su Juárez marxista (1984). Si el primero lo llena de elogios, el segundo no para en vituperios.
Hay muchas obras alrededor de la figura de Juárez. Ayer se mencionó el clásico Juárez y su México, publicado en inglés en 1947 por Ralph Roeder y traducido al español, por el mismo Roeder en 1952.
Y sin embargo, no se puede negar que Juárez está por encima de todas esas formas de verlo y entenderlo. Este país no se entiende sin la figura perenne de Juárez ¿Por qué? ¿Sería por sus orígenes? ¿Por ser ejemplo de ascenso social? ¿De perseverancia? ¿De amor a la patria?
Creo que no, creo que a nuestro Juárez se le recuerda más que nada porque en el imaginario social e histórico del pueblo mexicano Juárez representa la fuerza del derecho, representa la fortaleza de las instituciones.
No es su amor a la patria. Es su idea de deber. Es su dignificante asunción de la responsabilidad pública. Es su compromiso de defender lo que le corresponde proteger, cuidar y consolidar: la República.
A la hora de pensar en ordenar este país, de dictar reglas, de establecer los cauces por los cuales ha de transitar la modernidad que merece el Estado mexicano, hay que acercar a Morelos y Juárez en la conquista de la igualdad. Morelos en los Sentimientos de la Nación y a Juárez en su Ley Juárez.
Morelos en el punto décimo tercero de los Sentimientos de la Nación apuntó: “Que las leyes generales comprendan a todos, sin excepción de cuerpos privilegiados y que éstos sólo lo sean en cuanto al uso de su ministerio”.
Juárez, al redactar la conocida como Ley Juárez, estaba pensando en eliminar los privilegios que habían caracterizado durante cientos de años a la administración de justicia.
Pero ¿cómo ocurre todo? ¿Dónde el Juárez jurista se hace patente?
¿Su vida escolar, sus inicios de legislador, de magistrado interino, de abogado, todo en su natal Oaxaca?
Curiosamente no. Ayer nos decía Ricardo parte de la hoja de vida privada de este hombre. Y al menos meridianamente pudimos advertir que el hombre público se hace jurista al lado de Álvarez.
Álvarez dio a Juárez cobijo en su ejército, lo dotó de cigarros y una frazada, y Juárez le dio a Álvarez le correspondió con su consejo prudente y acertado, con una amplia capacidad argumentativa que habría de demostrar contestando las cartas del patricio, demostrando una capacidad tal que le valdría el Ministerio de Justicia.
Sería en ese encargo que redactaría la conocida Ley Juárez, procedimiento del cual el propio Juárez señala en sus Apuntes para mis hijos:
… yo me ocupé en trabajar la ley de administración de justicia. Triunfante la revolución era preciso hacer efectivas las promesas reformando las leyes que consagraban los abusos del poder despótico que acababa de desaparecer. Las leyes anteriores sobre administración de justicia adolecían de ese defecto, porque establecían tribunales especiales para las clases privilegiadas haciendo permanente en la sociedad la desigualdad que ofendía la justicia, manteniendo en constante agitación al cuerpo social. No sólo en este ramo, sino en todos los que formaban la administración pública debía ponerse la mano, porque la revolución era social. Se necesitaba un trabajo más extenso para que la obra saliese perfecta en lo posible y para ello era indispensable proponer, discutir y acordar en el seno del gabinete un plan general, lo que no era posible porque desde la separación del Sr. Ocampo estaba incompleto el gabinete y el Sr. Comonfort a quien se consideraba como jefe de él no estaba conforme con las tendencias y fines de la revolución. Además la administración del Sr. Alvarez era combatida tenazmente, poniéndosele obstáculos de toda especie para desconceptuarla y obligar a su jefe a abandonar el poder. Era, pues, muy difícil hacer algo útil en semejantes circunstancias y ésta es la causa de que las reformas que consigné en la ley de justicia fueran incompletas, limitándome sólo a extinguir el fuero eclesiástico en el ramo civil y dejándolo subsistente en materia criminal, a reserva de dictar más adelante la medida conveniente sobre este particular. A los militares sólo se les dejó el fuero en los delitos y faltas puramente militares. Extinguí igualmente todos los demás tribunales especiales, devolviendo a los comunes el conocimiento de los negocios de que aquéllos estaban encargados.
Concluido mi proyecto de ley en cuyo trabajo me auxiliaron los jóvenes oaxaqueños Lic. Manuel Dublán y don Ignacio Mariscal, lo presenté al Sr. Presidente don Juan Alvarez que le dio su aprobación y mandó que se publicara como ley general sobre administración de justicia. Autorizada por mí se publicó en 23 de noviembre de 1855.
Imperfecta, como era esta ley, se recibió con grande entusiasmo por el Partido Progresista; fue la chispa que produjo el incendio de la Reforma que más adelante consumió el carcomido edificio de los abusos y preocupaciones; fue en fin el cartel de desafío que se arrojó a las clases privilegiadas y que el Gral. Comonfort y todos los demás, que por falta de convicciones en los principios de la revolución, o por conveniencias personales, querían detener el curso de aquélla, transigiendo con las exigencias del pasado, fueron obligados a sostener arrastrados a su pesar por el brazo omnipotente de la opinión pública. Sin embargo, los privilegiados redoblaron sus trabajos para separar del mando al Gral. Alvarez, con la esperanza de que don Ignacio Comonfort los ampararía en sus pretensiones. Lograron atraerse a don Manuel Doblado que se pronunció en Guanajuato por el antiguo plan de Religión y Fueros. Los moderados, en vez de unirse al Gobierno para destruir al nuevo cabecilla de los retrógrados, le hicieron entender al Sr. Alvarez que él era la causa de aquel motín porque la opinión pública lo rechazaba como gobernante, y como el Ministro de la Guerra que debiera haber sido su principal apoyó le hablaba también en ese sentido, tomó la patriótica resolución de entregar el mando al citado don Ignacio Comonfort en clase de sustituto, no obstante de que contaba aún con una fuerte división con qué sostenerse en el poder; pero el Sr. Álvarez es patriota sincero y desinteresado y no quiso que por su causa se encendiera otra vez la guerra civil en su Patria. […] La nueva administración en vista de la aceptación general que tuvo la ley del 23 de noviembre se vio en la necesidad de sostenerla y llevarla a efecto.
La Ley Juárez se aprobó por 82 votos contra el del diputado Marcelino Castañeda.
Álvarez firmó aquel 22 de noviembre de 1855, la Ley sobre Administración de Justicia y Orgánica de los Tribunales de la Nación, del Distrito y Territorios, conocida como Ley Juárez, cuyo artículo básico era el 42 que señalaba:
Artículo 42. Se suprimen los tribunales especiales con excepción de los eclesiásticos y militares. Los tribunales eclesiásticos cesarán de conocer de los negocios civiles y continuarán conociendo de los delitos comunes de los individuos de su fuero, mientras se expida una ley que arregle este punto. Los tribunales militares cesaran también de conocer de los negocios civiles y conocerán tan sólo de los delitos puramente militares o mixtos de los individuos sujetos al fuero de guerra. Las disposiciones que comprende este artículo, son generales para toda la República, y los estados no podrán variarlas ni modificarlas.
También su artículo 44 era polémico, puesto que dispuso que el fuero eclesiástico era renunciable en los delitos comunes.
Ese era un ataque directo contra los privilegios, para entenderlo habría que revisar la historia de la administración de justicia en este país, sólo así advertiríamos lo que significó.
Hace poco tiempo, Moisés González Navarro escribió un artículo en Historia Mexicana, lo tituló “La ley Juárez”. Ahí atribuye la autoría de la ley al “campechano liberal moderado Pedro Escudero y Echánove” (p. 954). Pero lo que interesa es que en ese ensayo González Navarro nos ofrece una panorámica de todo el debate y discusión que se produjo luego de la aprobación de la ley.
Marcelinop Castañeda, el único diputado que votó en contra de la Ley Juárez señaló en aquella sesión del 22 de noviembre que en la cuestión de fueros había que atender a las convicciones, a los deseos, a los hábitos, a las creencias de gran parte del pueblo, pues en su opinión la igualdad se deriva del cristianismo, para lo cual ensalzó sus puros principios.
Zarco le respondió a Marcelino Castañeda:
¡No más fueros!, ¡no más privilegios!, ¡no más escenciones!, ¡igualdad para todos los ciudadanos!, ¡soberanía perfecta del poder temporal! ¡Justicia para todos! El país debe felicitarse de este resultado y la asamblea ha dado un gran paso, que avivará las esperanzas que inspira a amigos de la verdadera democracia.
Con esta Ley, el país entraba en el conocido proceso de reforma.
Vendrían después las leyes y decretos relacionados con el matrimonio, el registro civil, la libertad y ejercicio de cultos, el sistema de medidas, las huelgas y el bandolerismo, los estudios de derecho, por citar algunas. El país se modernizaba jurídicamente.
Apelo de nueva cuenta al recuerdo. En aquel día de marzo, durante la presentación de Juárez y sus contemporáneos, en el auditorio repleto, sentado en la primera fila, estaba Isaac Malpica, quien fuera profesor del maestro Fernández Ruiz durante su juventud y estancia en el colegio jesuita de Guadalajara, donde curso estudios primarios, secundarios y de bachillerato. El hombre, anciano y sabio, mencionó que el principal y mejor aporte de Juárez fue el que se volviera a pensar en la Iglesia tal y como el maestro nazareno la había fundado: una iglesia pobre, no una iglesia rica.
Es la idea de Morelos al señalar en el segundo punto de los Sentimientos de la Nación, que los ministros de la religión católica “se sustenten de todos y sólo los diezmos y primicias, y el pueblo no tenga que pagar más subvenciones que las de su devoción y ofrenda”.
No, ni Morelos ni Juárez, ni la gran mayoría de personajes ilustres del siglo XIX estaban en contra de la Iglesia Católica. Hay que verlos como hombres que estaban construyendo un país donde querían que hubiera espacio para todos y no sólo para una forma de pensar, para una sola visión del universo.
Como se decía ayer, esa generación fue la que logró que hoy podamos profesar la creencia que queramos o no profesarla, que hoy tengamos en gran estima nuestros derechos, esos derechos que fueron reconocidos en la Constitución de 1857.
Creo que recorrer la obra jurídica de Juárez, obliga a cualquier estudioso de la administración pública, pero especialmente nos orilla a todos los ciudadanos, a ver, por encima de todo, la virtud deseable en la administración mexicana. El recorrido nos dibuja con ejemplos y con minucioso detalle al hombre público ideal. Nos acerca a pesar de sus advertencias a la convicción de que es posible que hombres como Juárez estén al frente del gobierno. Esa es una enseñanza que justifica con creces leer y volver a leer la obra jurídica y la vida pública de Juárez.
Por mi parte, quiero compartir con ustedes unas frases que aparecen suscritas por otro héroe mexicano, de la misma época, aunque con distintos perfiles. Se trata de la carta que dirige Juan Álvarez a Manuel Doblado el 20 de diciembre de 1855. Estas líneas dan la cátedra de moralidad política característica de la generación de liberales decimonónicos, señalando lo que bien debería ser desiderata para los servidores públicos y que sirven para enmarcar la actitud de Juárez. Comparto aquí con ustedes esas palabras:
Jamás he figurado con ese doble carácter que imprime la intriga; no lloran por mí huérfanos ni viudas; no he arrebatado los bienes del ciudadano con bárbaras leyes de confiscación, para sostenerme en un poder arbitrario; mi espejo ha sido la justicia, la moderación y el buen juicio, y mal que les pese a mis gratuitos enemigos, mi conducta pública no tiene mancha hasta el día...
Pobre entré a la presidencia, y pobre salgo de ella; pero con la satisfacción de que no pese sobre mí la censura pública, y porque, dedicado desde mi tierna infancia al trabajo personal, sé manejar el arado para sostener a mi familia, sin necesidad de los puestos públicos, donde otros enriquecen con ultraje de la orfandad y de la miseria.
En lo manifestado por Juan Álvarez advertimos la misma luz que guía a Juárez, y que bien vale tenerla presente en todos nuestros actos y en los de nuestros gobernantes. Si no fuera porque Juárez ya no es el secretario de Álvarez, me atrevería a decir que Juárez redactó la carta.
Ayer se mencionaba, no sé si aquí o en la tertulia posterior, que hemos colocado en pedestales a nuestros héroes, Sí, creo que hay que bajar del pedestal a muchos héroes míticos de nuestro México. Muchos, cuando hablan de Juárez reiteran la misma petición. ¡Bajen del pedestal al indio de Guelatao, véanlo como es!
Creo que más de un autor lo ha hecho. Recuerdo que en la presentación de su libro sobre Juárez, el doctor Fernández Ruiz mencionó que durante un programa radiofónico, una persona del auditorio les llamó para pedir que “bajaran del pedestal” a Juárez. El autor comentó que él lo había hecho hacia más de veinte años, al escribir su obra, a mediados de los ochenta. Señaló el maestro universitario que le había pedido permiso a Juárez para bajarlo del pedestal, para sacarlo un momento del panteón patrio para que le acompañara en el recorrido que pensaba hacer para redactar unas cuartillas que describieran su vida. Para ello se requería que Juárez se bajara del pedestal. Fernández Ruiz no estuvo solo cuando descubrió los avatares de esa epopeya colosal que es la vida del patricio.
Me recuerdo hace apenas ayer, en marzo de 2006, cuando tuve la fortuna de presentar el libro Juárez y sus contemporáneos del maestro Jorge Fernández Ruiz en la Feria Internacional del Libro en el Palacio de Minería. Entonces decía que en esta obra “el autor no escatima los adjetivos que elogian la vida pública de Juárez; como tampoco limita los que sirven para poner en su justo equilibrio a quienes tanto daño hicieron a la patria mexicana durante la convulsa vida del siglo XIX. El maestro Fernández Ruiz arremete contra los reaccionarios, contra los intolerantes, los ineptos, los traidores, los antihéroes. Se convierte en juzgador imperturbable y sereno. En su obra es él el tribunal unitario de la historia mexicana de esa época. Lo hace con brío, pero también con conocimiento de causa. Narra, describe, escarba en las fuentes que clarifican los avatares del México decimonónico. Ningún epíteto, ninguna calificación, carece de un fundamento histórico, de una justificación que el lector, por muy en desacuerdo que pueda estar, no termine suscribiendo. En ocasiones parece excederse, pero es sólo la pasión que asiste al patriota, es la eléctrica corriente que recorre sus venas cuando enfrenta los hechos y las afrentas, cuando advierte la injusticia y la inmoralidad. A veces justifica, pues como afirma cuando se refiera a Miguel Lerdo de Tejada “no todos son aciertos”. Es juez magnánimo y buen entendedor.”.
Y para jueces nada mejor que la historia. Tal y como lo señala Juárez al contestar a Maximiliano en su carta de mayo de 1864, luego de que aquel, desde la fragata Novara le enviara una misiva con sus razones para venir a México. Al finalizar su respuesta Juárez señala:
Es dado al hombre, señor, atacar los derechos ajenos, apoderarse de sus bienes, atentar contra la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer de sus virtudes un crimen y de los vicios propios una virtud; pero hay una cosa que está fuera del alcance de la perversidad, y es el fallo tremendo de la historia. Ella nos juzgara.
Guardadas las distancias, está última es una frase parecida a aquella con la cual Fidel Castro concluye su discurso de defensa: Condenadme, no importa, la historia me absolverá.[5]
Quizá por ese inexorable e ineludible juicio, el indio de Guelatao trató de justifica su actuar político. La muerte lo llevó cuando apenas iba en la página 232 del Cours d’histoire des législations comparées, de Eugène Lerminier. Entre las hojas del libro quedó manuscrita una nota de Juárez que dice: “Cuando la sociedad está amenazada por la guerra, la dictadura o la centralización del poder es una necesidad como remedio práctico para salvar las instituciones, la libertad y la paz”.[6]
La historia juzga a Juárez y a su época a cada momento. Lo interpreta. Le da contenido a una idea. Pues como afirma Diego Valadés,
Como hombre de Estado, y como parte de la historia nacional, cada generación tiene su propia interpretación de Juárez. Para el porfirismo, por ejemplo, significó la preeminencia de la autoridad; para la generación revolucionaria simbolizó la firmeza ante la adversidad; para la hegemonía partidista representó el triunfo sobre los conservadores; para la naciente democracia encarna la vocación por la justicia.
Los tiempos cambiarán y otras facetas juaristas cobrarán mayor dimensión. Tal vez cuando se generalice la convicción de que no hay democracia política sin equidad social, Juárez sea contemplado como el hombre cuya responsabilidad pública lo llevó a subordinar su credo religioso a su compromiso cívico, y a pensar y actuar conforme a los postulados de una república laica. Se aprenderá, de su ejemplo, que en materia de creencias el gobernante es como cualquier ciudadano y tiene derecho a profesar la que elija, en la intimidad de su conciencia, pero que el ejercicio de ese derecho no debe influir, ni siquiera matizar, las decisiones del Estado en lo que pueda afectar su naturaleza secular. De la conducta austera y serena de Juárez se desprenderá entonces que el poder político existe para el bien de todos, no de quienes lo usufructúan.
La obra jurídica de Juárez no sólo está en las leyes en las que participa redactándolas o aprobándolas, sino también en sus actos. En sus Apuntes para mis hijos, habrá de recordarnos que:
Era costumbre autorizada por ley en aquel Estado lo mismo que en los demás de la República que cuando tomaba posesión el Gobernador, éste concurría con todas las demás autoridades al Te Deum que se cantaba en la Catedral, a cuya puerta principal salían a recibirlo los canónigos; pero en esta vez ya el clero hacía una guerra abierta a la autoridad civil, y muy especialmente a mí por la ley de administración de justicia que expedí el 23 de noviembre de 1855 y consideraba a los gobernantes como herejes y excomulgados. Los canónigos de Oaxaca aprovecharon el incidente de mi posición para promover un escándalo. Proyectaron cerrar las puertas de la iglesia para no recibirme con la siniestra mira de comprometerme a usar de la fuerza mandando abrir las puertas con la policía armada y a aprehender a los canónigos para que mi administración se inaugurase con un acto de violencia o con un motín si el pueblo a quien debían presentarse los aprehendidos como mártires, tomaba parte en su defensa. Los avisos repetidos que tuve de esta trama que se urdía y el hecho de que la iglesia estaba cerrada, contra lo acostumbrado en casos semejantes, siendo ya la hora de la asistencia, me confirmarón la verdad de lo que pasaba. Aunque contaba yo con fuerzas suficientes para hacerme respetar procediendo contra los sediciosos y la ley aún vigente sobre ceremonial de posesión de los Gobernadores me autorizaban para obrar de esta manera; resolví, sin embargo, omitir la asistencia al Te Deum, no por temor a los canonigos, sino por la convicción que tenía de que los gobernantes de la sociedad civil no deben asistir como tales a ninguna ceremonia eclesiástíca, si bien como hombres pueden ir a los templos a practicar los actos de devoción que su religión les dicte. Los gobiernos civiles no deben tener religión porque siendo su deber proteger imparcialmente la libertad que los gobernados tienen de seguir y practicar la religión que gusten adoptar, no llenarían fielmente ese deber si fueran sectarios de alguna. […] Además, consideré que no debiendo ejercer ninguna función eclesiástica ni gobernar a nombre de la Iglesia, sino del pueblo que me había elegido, mi autoridad quedaba íntegra y perfecta, con sólo la protesta que hice ante los representantes del Estado de cumplir fielmente mi deber. De este modo evité el escándalo que se proyectó y desde entonces cesó en Oaxaca la mala costumbre de que las autoridades civiles asistiesen a las funciones eclesiásticas. A propósito de malas costumbres había otras que sólo servían para satisfacer la vanidad y la ostentación de los gobernantes como la de tener guardias de fuerza armada en sus casas y la de llevar en las funciones públicas sombreros de una forma especial. Desde que tuve el carácter de Gobernador abolí esta costumbre usando de sombrero y traje del común de los ciudadanos y viviendo en mi casa sin guardia de soldados y sin aparato de ninguna especie porque tengo la persuasión de que la respetabilidad del gobernante le viene de la ley y de su recto proceder y no de trajes ni de aparatos militares propios sólo para los reyes de teatro. Tengo el gusto de que los gobernantes de Oaxaca han seguido mi ejemplo.
Estos son los párrafos con los cuales concluye sus Apuntes para mis hijos. Una carta sencilla y simple, una carta privada de un hombre que deja sentados los principios que animan su vida pública. Que explica e instruye. No tan concisa como la carta que Ernesto Guevara de la Serna, el conocido Che Guevara, dejará a sus cinco hijos, donde les recordará que “Su padre ha sido un hombre que actúa como piensa y, seguro, ha sido leal a sus convicciones”, donde les recomienda que “crezcan como buenos revolucionarios [… y ] Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo”.
Casi quince años después de escribir sus Apuntes para mis hijos, Juárez moriría. Lo haría como narra Rafael de Zayas, haciendo “abstracción de su persona en los momentos de morir, para no pensar más que en el bien público en cumplimiento de su deber. Si esto no es grandioso, si esto no revela un espíritu superior y pone de manifiesto la más íntima conciencia del deber que hay que cumplir, no sé a quien podríamos llamar valiente para morir, indomable en su voluntad y mártir de su deber”.
En fin, como afirmaba Ricardo ayer, podemos seguir hablando de Juárez durante horas, durante días, durante meses y años. Así lo hemos hecho en este país desde que Porfirio Díaz el 18 de julio de 1891 devela la estatua de Juárez en Palacio Nacional. Una estatua fundida en el bronce de los cañones de los conservadores durante la Guerra de Reforma”. 19 años después, en la misma fecha, se inaugura el Hemiciclo a Juárez. Ese hemiciclo donde, 38 años después, el 19 de diciembre de 1948, la Unión Nacional Sinarquista hará un acto de repudio a Juárez calificándolo de traidor y ladrón.
Si, hemos estado hablando de Juárez, demasiado hemos hablado de Juárez. Quizá sea tiempo de actuar como Juárez.
Me da mucho gusto haber estado con ustedes, abordando en estos minutos la figura del hombre que encontró en el derecho su refugio y fortaleza y que le dio a este país la oportunidad de vivir por vez primera en la institucionalidad. Con defectos, propios de un hombre de estado en el siglo XIX, sus virtudes son, sin embargo, ejemplo pleno y vigoroso para seguir construyendo un país donde quepamos todos, donde todos seamos iguales, donde todos podamos desarrollar nuestras potencialidades… un país lejano, un país por construir, pero… paso a paso Juárez llegó a Oaxaca, yo creo que nosotros paso a paso llegaremos lejos.
Créanme que verlos aquí, en esta aula, en este viernes de asueto, atendiendo la convocatoria cultural que ha hecho Ricardo junto con el Museo Regional de Guerrero, con la Dirección de Extensión, Difusión y Vinculación de la UAG, me llena de confianza en el futuro. Me hace pensar que algún día, espero no muy lejano, las instituciones de cultura serán dirigidas por gente como Ricardo: cultas, comprometidas y generosas, y los ciudadanos estarán interesados e informados en las políticas públicas y serán partícipes de la vida pública y no meros espectadores.
Quiero terminar mi participación en este evento con una frase que se atribuye a Rodolfo Sánchez Taboada y creo que además de aplicarse perfectamente a Juárez debería aplicarse para todos aquellos que aspiren a dirigir los destinos de un país como México:
Juárez tuvo en su vida un arma invencible: su carácter; un amor sobre todos sus amores: su Patria; un escudo para todas sus victorias: la Ley.
Muchas gracias.
[1] Diego Valadés Ríos, “Juárez jurista”, en Patricia Galeana y Salvador Valencia, coords., Juárez jurista, México, UNAM, 2007, p. ix.
[2] Idem.
[3] Everardo Moreno Cruz, Juárez jurista, México, Porrúa, 1972, p. 27.
[4] Carlos Monsiváis, Las herencias ocultas de la Reforma liberal del siglo XIX, 2ª ed., México, Debate, 2006, pp. 67-68.
[5] Fidel Castro, La historia me absolverá, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1985, p. 191.
[6] Diego Valadés, “Juárez jurista”, obra citada, p. xii.
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