miércoles, 17 de junio de 2009

Sobre cultura democrática...

En EL SUR (Acapulco, Gro.) del 15 de junio de 2009 aparece la siguiente nota:
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Democracia y prejuicios culturales
Jesús Mendoza Zaragoza
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Es muy generalizada la idea de que la democracia es un asunto exclusivo de la política y, a la vez, suele reducirse a los tiempos electorales. La democracia se relaciona con las elecciones, como su momento más intenso. Es cierto que en la política es donde se hace más visible y decisiva la práctica democrática pero ésta tiene un carácter que abarca todos los espacios de la vida en la sociedad. Podemos pensar que el hecho de que la democracia se vincule casi exclusivamente con la política, produce una gran debilidad a la misma, puesto que no se integra al conjunto de la vida social. Eso quiere decir que en la medida en que la democracia no tenga que ver con la familia, con la educación, con la economía, con la cultura, con la comunicación, con el trabajo y con los demás espacios sociales, no tendrá solidez y consistencia y, a lo sumo, vendrá a ser una fachada sin mucho fondo.
Este puede ser el gran problema de nuestra vacilante democracia que se desarrolla entra tantas contradicciones, entre avances y retrocesos, entre claros y oscuros. Esto deja entrever que al tratar el tema de la democracia, se pone interés en las formas y no en el fondo. Podemos decir que mientras se procesan procedimientos y reglas democráticas, vivimos aún con un alma autoritaria.
La cuestión de fondo es que la democracia necesita de un soporte cultural. Las reglas y los procedimientos democráticos sólo tienen pleno sentido si se sustentan en una cultura democrática, que les da consistencia y permanencia. De otra manera, persiste siempre el riesgo de regresiones o de extravíos, convirtiendo a la democracia en una trama de contradicciones que no permiten el progreso social.
El gran desafío es la construcción de una cultura democrática, insistiendo en los valores que fundamentan la democracia en sus elementos sustanciales. En el reciente mensaje del Episcopado Mexicano titulado No hay democracia verdadera y estable sin participación ciudadana y justicia social, se señalan algunos dinamismos culturales que hacen difícil la participación ciudadana dentro de un contexto democrático. Se enuncian cinco prejuicios culturales que parecen ser los que distorsionan nuestros procesos democráticos.
Se habla, en primer lugar, de la práctica muy generalizada de “poner el interés propio o de grupo encima de las necesidades de la nación”. Este es un vicio de origen que imprime una fuerza centrípeta a la vida pública y al quehacer político. Quien le entra a la política es porque va buscando que prevalezca un interés particular sobre el público, a como dé lugar. Esta dinámica carece de una visión abierta a los demás intereses distintos a los propios o a los del grupo al que se pertenece y favorece los enfrentamientos, las confrontaciones y los sectarismos y no permite el desarrollo ni el avance social.
Otra dinámica muy común de esta cultura antidemocrática consiste en “hacer prevalecer los intereses individuales sobre los comunitarios”. Se trata de una cultura infectada por el individualismo como ideología y como actitud básica ante la vida. El profundo sentido de pertenencia a un entorno social es tan vulnerable que sucumbe ante la búsqueda de privilegios y ventajas individuales. La comunidad no llega a ser un referente que ayude a las personas a aceptar una interdependencia necesaria y saludable: vivimos de la comunidad y para la comunidad. En este aspecto, los pueblos indígenas suelen tener un referente comunitario muy sólido que impide privilegios, arribismos y abusos.
Una dinámica cultural dañina para la democracia es el empeño por justificar el recurso a cualquier medio. Es el clásico dicho de que el fin justifica los medios. El espíritu suspende toda consideración ética al plantear alternativas de acción. Todo se vale y los razonamientos pierden la referencia hacia el bien o el mal, pues no hay ley moral que valga. De ahí que el desliz hacia la corrupción en todas sus formas sea tan fácil.
También se habla de la idea tan difundida de “considerar el quehacer político como algo sucio”. Ya hay en el inconsciente colectivo una concepción peyorativa de la política que la hace despreciable en sí misma porque se le asocia a las dimensiones más oscuras de las prácticas sociales. Hay mucha dificultad para percibir la política como una posibilidad y como una oportunidad para hacer el bien y para “amar al prójimo”. Este prejuicio cultural reconoce a la política como un “mal necesario” que hay que tolerar sin mas remedio.
Y, para terminar, se habla de “la incapacidad de escucha y de diálogo con quienes piensan diferente”. Lo vemos a diario en la vida parlamentaria. Siendo los congresos los lugares privilegiados para el diálogo, cómo cuesta y cómo se hace difícil. Allí, las discusiones suelen ser ríspidas, sordas y demoledoras. No estamos entrenados para escuchar con una apertura del entendimiento y del corazón. Las batallas se dan para imponer las propias razones en la medida en que se puedan bloquear las ajenas. Quien piensa diferente es visto como adversario o como enemigo y no como un ciudadano que tiene derecho a pensar diferente y a ser respetado en cuanto tal. Esta incapacidad de escucha se origina en un alma cultural muy rupestre que se caracteriza por la inseguridad sicológica ante los otros y tiene efectos devastadores, al grado de que se favorecen y se inducen las polarizaciones sociales.
Hasta aquí, los prejuicios culturales que hacen tan difícil el desarrollo democrático.
La transición hacia la democracia supone actitudes distintas a las que nos acostumbró el viejo sistema autoritario y es comprensible que nos esté costando tanto para largar esa cultura de la sumisión/rebelión ante el autoritarismo. Una transición democrática sin una nueva cultura es engañosa y mera ilusión, y acumula más frustraciones. Todos, ciudadanos e instituciones, necesitamos entrar en una dinámica de cambio cultural que nos proporcione confianza y aprecio por la actividad pública y una nueva manera de asumirla. No es aceptable ni la desmovilización ni la anarquía, ni la apatía ni el resentimiento social como alma de la democracia, que es un estilo de vida que se cultiva desde la familia y se enriquece en la medida en que nos desarrollamos en los ámbitos educativos, laborales y sociales.
La cultura democrática viene a ser una propuesta humana capaz de revitalizar a la sociedad y a sus instituciones y facilita la participación de todos en un clima de civilidad y de respeto, tan necesarios en la vida pública.
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