LA VARA DE DOÑA ORBE
Margarito López Ramírez
En torno a una mesa sobre la cual habían servido las viandas que consumiríamos, convivíamos el licenciado José Luis Mosqueda Nogueda, el licenciado Dagoberto Alvarado Hernández y un servidor: Cuando hubimos agotado la conversación en torno a los incidentes cotidianos del día, muchos de éstos asentados en los medios de comunicación, vimos pasar un contingente que amenazaba con obstruir el transitar de vehículos en la carretera México Acapulco, y cuando nuestros comentarios y opiniones se extendieron a la calidad de la educación que se impartía en la entidad guerrerense y aquellos factores que impedían que se superara el rezago educativo que flagelaba a la población guerrerense, nos dio por añorar el apostolado de muchos profesores procedentes de las normales rurales, y otra instancias que, sin ser escuelas formales, como fue el Instituto Federal de Capacitación del Magisterio, fueron verdaderos pilares de la enseñanza en los lugares más apartados de la patria chica.
Después de citar y atraer más motivos que convergen a que los niños y jóvenes sean depositarios de una instrucción y educación que poco contribuye al desarrollo de esta porción de tierra suriana, el primero de los citados trajo a cuento un momento vivido en la escuela de su natal Agua de Correa en las inmediaciones de Zihuatanejo Guerrero.
Hombre de palabra y decir prudentes, el licenciado Mosqueda Nogueda nos favoreció con su conversación:
“No recuerdo con exactitud cuántos años tenía. Poseía los necesarios para cursar el tercer año de educación primaria cuando mi maestra, de apellido Orbe, nos convocó a estudiar, a entregarnos a las tareas porque según su decir no deberíamos defraudar a nuestros padres que hacían el esfuerzo por enviarnos a la escuela. Su primera indicación fue que nos formarnos en una sola fila desde el más grande hasta el más pequeño, hombres y mujeres. Con su voz agradable pero enérgica nos ordenó flanco izquierdo y cuando se hubo percatado de que estábamos debidamente alineados, ordenó al mayor o más alto de nosotros que fuera hasta un matorral cercano y cortara la vara que más le gustara. El ordenado fue diligente, y pronto regresó con una rama de nixtamalsuchil que pajueleaba en señal de que había escogido la más resistente. Cuando estuvo frente a la maestra, ella, sin mucho revisarla, al tiempo que decía: “veremos si escogiste la mejor”, le dio un varazo que amenazaba partirlo. Y como viera que la vara no se había roto pero sí propiciado que el azotado arqueara su espalda, se dirigió a nosotros: “esta nos acompañara hasta que dure y será la encargada de que trabajen y aprendan”. No se habló más y desde el inició hasta el término del tiempo destinado a nuestra instrucción diaria nos comportamos atentos y diligentes.
Pero sucedió que un día la vara, descascarada por el constante uso que se le daba, desapareció; ya no se le vio sobre la parte superior de un librero que la maestra había llevado para depositar libros que contenían pensamientos que nos hacía leer y comentar. Algunos pensamos que abandonaría su proceder, pero cuán equivocados estábamos porque de inmediato ordenó que otro de nosotros fuera a traer el repuesto, y cuando estuvo éste en sus manos la dejó caer en la espalda de quien la había traído. “La vara aparecía y desaparecía”, por decirse así, y cuantas veces se dio el hecho de que se extraviara o quebrara, las veces que dispuso se repusiera. No sé cuantas varas habremos desaparecido y/o se hayan quebrado en nuestra espalda, pero de los que sí estoy cierto es que gracias a la dedicación de la maestra y su técnica académica aparejada a la vara aquella, muchos de nosotros aprendimos las tablas de multiplicar, las cuatro operaciones aritméticas, escribimos y leímos con claridad y también entendimos de modales y comportamiento en el salón de clases.
“Posiblemente haya sido mi mentora una persona improvisada en el quehacer educativo, pero fue consciente de la tarea que se le había encomendado. Ni un día falto al aula, ni un momento flaqueó en su propósito, y el día en que llamó a nuestros padres para hacer una demostración de lo aprendido por nosotros con satisfacción demostró lo que había logrado en nosotros. Yo la recuerdo, y aunque en aquel tiempo no alcanzaba a discernir si era bueno o malo usar esa vara, me percaté que en las manos de ella se convirtió en el auxiliar necesario para instruirnos. Tiempos aquello, tiempos que si bien no se hablaba de mucha pedagogía sí mucho de lo que hacían aquellos maestros rurales en los lugares más apartados de Guerrero”.
Sonrisas y hasta comentarios chuscos giraron en torno a esa etapa vivida por el narrador ocasional. Ya para entonces se escuchaba el sonido de las cornetas que cada conductor dejaba escuchar para expresar su enojo motivado por el bloqueo de las vías de comunicación terrestre. No lejos de ahí, una veintena de niños observaban a sus maestros que los habían abandonado para acudir a su protesta por no sé qué. Los jovenzuelos avivaban sus sentidos y reían ante el espectáculo que ofrecían los manifestantes que lanzaban arengas.
Instantes después, cada uno de nosotros, previa despedida afectuosa, se llevó los pormenores del momento vivido en esa convivencia fortuita. En el trayecto que recorrí para llegar al lugar en donde laboraría, evoqué a mis maestros, y de ellos su sapiencia, su vestir y manera de comportarse. Fue un momento que me dejo sabor de tiempo y añoranzas educacionales.
*Profesor normalista y escritor,
Egresado de la normal rural “Raúl Isidro Burgos”
Generación 1963 de Ayotzinapa, Gro.
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