Ni una cena más
Mario Melgar Adalid
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Japón y Estados Unidos, entre los países desarrollados, mantienen la pena de muerte como castigo por delitos extraordinarios. En los años setenta, la Suprema Corte de Estados Unidos tomó una decisión que hubiera sido histórica: resolvió que la pena de muerte constituía un castigo cruel y exorbitante. Durante cuatro años quedó abolida hasta que en otro caso modificó el criterio. Algunos estados de la Unión legislaron para imponer la pena de muerte a asesinos en primer grado y violadores.
Toda la influencia de grupos defensores de los derechos humanos ha sido insuficiente para acabar con el castigo capital. El debate se mantiene en los terrenos políticos y académicos, pero es improbable que algunos estados accedan a erradicarla. En una docena de estados no existe. El resto la mantiene, pero algunas entidades nunca la utilizan. Nueva Jersey no ha ejecutado a nadie desde que se reinstauró en 1976. Los estados de norte y del oeste la utilizan ocasionalmente. California, a pesar de su población y tener cerca de quinientos en la fila de la muerte, ha ejecutado a muy pocos. La mayor parte de las ejecuciones se lleva a cabo en el sur en los estados de Florida, Virginia y Alabama. Texas es el estado más activo, pues por si solo lleva casi la tercera parte de las ejecuciones de todo el país.
Está tan enraizada que un grupo de estudiantes de la Universidad estatal Sam Houston se movilizaron para que se ponga en operación nuevamente la legendaria “Ol Sparky” la silla eléctrica cancelada hace decenios.
Ahora el debate no es tanto sobre su existencia, ni siquiera sobre los medios que deberían utilizarse para imponerla, sino sobre el derecho de un condenado a muerte a ordenar el menú de su última cena.
En 1995, Lawrence Russel, integrante de un grupo de supremacía racial, mató con la colaboración de dos asesinos más, a James Byrd, un afroamericano que tuvo la mala suerte de toparse con ellos en un camino rural del este de Texas, una de las regiones más racistas, con un largo historial de linchamientos a negros. Los detalles del asesinato harían palidecer a los muertos de la guerra de Calderón. Después de luchar durante casi 16 años por evitar la pena de muerte, Russel fue ejecutado.
Conocedor que “barriga llena, corazón contento” antes de su ejecución solicitó como última cena lo siguiente: dos pollos asados, una hamburguesa triple carne con tocino, un omelet de queso, un plato grande de sopa de ocra, tres órdenes de fajitas, un bote de helado y una libra de barbacoa con medio pan blanco de caja (pan Bimbo). Es evidente que Russel no tenía preocupación por el número de calorías, al final de cuentas ese valor calórico se habrían quemado en el infierno.
Un senador texano (en Texas hay Senado estatal) se opuso radicalmente a esta práctica. Ni una cena más exigió al Departamento de Justicia Penal, que canceló las últimas cenas. De ahora en adelante, la víspera de la ejecución les tocará comer lo mismo que a los demás inculpados. Si no tuvieron compasión con sus víctimas, resultaría ridículo tenerla con los delincuentes a la hora de su merecida muerte, es la consigna oficial.
A la ejecución del glotón acudieron sus apesadumbrados familiares, así como hermanas de la víctima que esperaban una declaración del asesino de su hermano. Éste no dijo nada y las crónicas refieren que se le aplicó la inyección letal sin que hubiera dado signo de arrepentimiento. Ni siquiera volvió la cara para ver a los familiares de su víctima que acudieron a presenciar la ejecución.
La pena de muerte fue un recurso que los mexicanos considerábamos muy lejano por razones humanísticas. El Partido Verde llegó a proponerlo recientemente como política social, en burda maniobra electorera. Muchas voces angustiadas empiezan a considerarla como una salida para resolver la desesperación de los momentos que vive el país. No obstante, no debería nunca perderse el rumbo: con o sin última cena, la pena de muerte no resuelve las muertes que causan tanta pena.
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