El peor temblor, en el mejor lugar
Mario Melgar Adalid
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Al admirable
Japón en su tragedia.
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El terremoto de Japón recuerda al nuestro en 1985. Entonces estudiaba en el extranjero. Lo más difícil fue comunicarme con mi familia. En Japón restauraron las redes de telefonía celular en ocho horas, igual que la telefonía fija. Claro que en aquellos días no había propiamente telefonía celular, salvo algunos aparatos como el que usó Jacobo Zabludovsky, en aquel reportaje clásico de la radiofonía mexicana. No había internet. Las noticias llegaban por televisión, a pesar de que la principal torre de trasmisión de Televisa cayó en Avenida Chapultepec, y por aficionados al radio de banda civil.
Tomó más de una semana comunicarme a México. Lo logré a través de un radio aficionado en Chiapas. El gobierno todavía tembloroso estaba pasmado. Ni el Presidente ni el titular del Departamento del Distrito Federal aparecían por ningún lado. Muy tarde, Miguel de la Madrid declaró que no se necesitaba ayuda del exterior. Perdió la oportunidad histórica de decretar una moratoria a la deuda exterior que ahogaba al país. Entonces nadie lo hubiera cuestionado. Ese día selló su tumba política. Los japoneses pidieron ayuda inmediata a la base militar de Estados Unidos asentada en Japón.
Los habitantes del DF se dieron cuenta de que no necesitaban al gobierno. Surgió la solidaridad y la organización de la comunidad.
Aprecio desde entonces la amistad y pronta solidaridad de los vecinos del norte. Los estudiantes mexicanos de la Universidad de Texas nos organizamos para conseguir ayuda para los damnificados. La respuesta fue admirable. Los vecinos texanos acudían a las tiendas a comprar lo que los mexicanos necesitábamos. No se deshacían de lo que les sobraba. No era tanto lo que daban, que era mucho, sino cómo lo daban. La única condición: “No entreguen nada al gobierno, que la Cruz Roja reciba la ayuda”. La desconfianza hacia nuestras autoridades avergonzaba.
El terremoto de Japón nos hace recordar el de México, pero deja una enseñanza que debemos aprovechar. Ni Japón en 1923 ni Kamchatka en Rusia en 1952 ni Chile de 1960, Alaska en 1964, México en 1985 o Sumatra en Indonesia en 2004, que también trajo un terrible tsunami, se comparan con la magnitud del sismo japonés.
Ningún país estaba mejor preparado para un desastre como Japón. No sólo la riqueza del país sino su disciplina, su lealtad social, tecnología y sentido comunitario. Ningún otro país cumple, como Japón, con los requerimientos técnicos en cuanto a la construcción antisísmica, la educación de la población para los siniestros, los programas de protección civil y la señalización de rutas de escape, para la eventualidad de un tsunami.
En 1995, en Kobe, otro terremoto dejó un saldo de cerca de seis mil muertos y 26 mil heridos. Desde entonces Japón destinó enormes recursos para la investigación sobre la protección de las estructuras, así como para reforzar las existentes. El programa japonés contra sismos es el más avanzado del mundo.
La respuesta de nuestra embajada en Tokio ha sido ejemplar. El embajador Miguel Ruiz Cabañas coordina las labores de recate de siete mexicanos desparecidos. Nuestra ayuda ya llegó y profesionales de la UNAM y rescatistas inician ya sus labores. Antes que ninguna otra, la representación diplomática mexicana en Japón, a los minutos del terremoto, inició su labor de atención a quienes preguntaban por sus familiares y amigos. Horas después, otras embajadas latinoamericanas siguieron el guión mexicano.
Triste paradoja: el peor desastre en el mejor lugar. Los daños no han sido suficientemente cuantificados todavía. Los días y semanas que sigan permitirán dimensionar la magnitud de la tragedia. Una prueba más al espíritu nipón que, una vez más, como en Hiroshima, dará el ejemplo al mundo.
Ni siquiera imaginar qué hubiera pasado en nuestra costa del Pacífico.
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